Insurgencia y revolución
1810, 1910, ¿2010?
Por Víctor Aguilera
México se ha caracterizado históricamente por ser un país donde la realidad que se vive pocas veces ha constituido el punto de partida que sustente el rumbo del Estado como tal.
Nuestra historia ha sido desde su origen, el recuento de una entidad premoderna intentando jugar en el escenario de la modernidad.
Una condición constante del país que surca en las elites como en sus diversos sectores sociales marca la presencia de un intenso conflicto entre los anhelos amparados en las formas y la realidad provista de una suerte de amalgama entre la desventurada determinista de nuestras incapacidades, tanto como del petulante y quijotesco sentimiento de pretendida parsimonia.
Esta inquietante disyuntiva fue durante el siglo diecinueve e inicios del veinte la poderosa detonante de una serie de convulsos episodios sociales de revolución, y contrarrevolución, que enmarcados bajo diferentes credos políticos– cobraron como precio la sangre de muchas infortunadas personas dejando a su paso como saldo distintivo la formación de una nación con una conciencia ensimismada sobre si, siempre mirando hacia atrás, lo que influye de forma importante el presente y condiciona de manera endeble pero firme el futuro devenir de la nación.
Ello resulta importante si consideramos que al margen de las coyunturales diferencias que distinguen los estallidos de violencia de 1810 –que provoco la escisión de Nueva España con respecto a España y la consiguiente formación de una nación independiente– así como de 1910 –que devendría en la conformación del moderno Estado mexicano–; sus motivaciones profundas estuvieron sustentadas en un mismo elemento, la perenne incapacidad de las elites para dialogar y llegar a consensos que permitiesen formular estrategias para subsanar la irreconciliable discordia entre la forma y la realidad.
Mientras que para los conservadores la senda a recorrer para el país era la de una nación con la más grande herencia civilizatoria del mundo encarnada en la madre patria España, para los liberales la tarea no menos extenuante consistía en iluminar la aciaga realidad que la presencia hispánica había dejado a su paso en el territorio por más de tres siglos.
Sin embargo, resulta significativo constatar que si bien las bases que daban sustento a las diferentes facciones políticas eran divergentes cuando no muy diferentes entre si, adolecieron siempre de lo mismo, la indisposición o incapacidad para dialogar y negociar.
A la postre ello significo un obstáculo importante para la efectiva consolidación de todo proyecto que bajo la forma del Estado, pretendiese llevarse a cabo, dado que el déficit de legitimidad de los gestores alimentaría las semillas del descontento cual reguro de pólvora esperando la menor chispa de disidencia para impactar en un incontenible estallido de violencia.
Ahora bien, a la luz de estas argumentaciones y en una atenta observación a la realidad actual –que en plena era de la globalización– da fe de una sociedad donde la distribución de la riqueza y el acceso a oportunidades se ha visto restringida y polarizada de forma importante y donde las elites políticas parecen enfrascadas en bizantinos debates –más de la edad media que de un mundo en proceso de integración– que desmoralizan por la baja calidad de la discusión como por la falta de imaginación de los interlocutores involucrados, me pregunto seriamente: ¿será acaso el año 2010 el impasible testigo de un episodio de violencia?
1810, 1910, ¿2010?
Por Víctor Aguilera
México se ha caracterizado históricamente por ser un país donde la realidad que se vive pocas veces ha constituido el punto de partida que sustente el rumbo del Estado como tal.
Nuestra historia ha sido desde su origen, el recuento de una entidad premoderna intentando jugar en el escenario de la modernidad.
Una condición constante del país que surca en las elites como en sus diversos sectores sociales marca la presencia de un intenso conflicto entre los anhelos amparados en las formas y la realidad provista de una suerte de amalgama entre la desventurada determinista de nuestras incapacidades, tanto como del petulante y quijotesco sentimiento de pretendida parsimonia.
Esta inquietante disyuntiva fue durante el siglo diecinueve e inicios del veinte la poderosa detonante de una serie de convulsos episodios sociales de revolución, y contrarrevolución, que enmarcados bajo diferentes credos políticos– cobraron como precio la sangre de muchas infortunadas personas dejando a su paso como saldo distintivo la formación de una nación con una conciencia ensimismada sobre si, siempre mirando hacia atrás, lo que influye de forma importante el presente y condiciona de manera endeble pero firme el futuro devenir de la nación.
Ello resulta importante si consideramos que al margen de las coyunturales diferencias que distinguen los estallidos de violencia de 1810 –que provoco la escisión de Nueva España con respecto a España y la consiguiente formación de una nación independiente– así como de 1910 –que devendría en la conformación del moderno Estado mexicano–; sus motivaciones profundas estuvieron sustentadas en un mismo elemento, la perenne incapacidad de las elites para dialogar y llegar a consensos que permitiesen formular estrategias para subsanar la irreconciliable discordia entre la forma y la realidad.
Mientras que para los conservadores la senda a recorrer para el país era la de una nación con la más grande herencia civilizatoria del mundo encarnada en la madre patria España, para los liberales la tarea no menos extenuante consistía en iluminar la aciaga realidad que la presencia hispánica había dejado a su paso en el territorio por más de tres siglos.
Sin embargo, resulta significativo constatar que si bien las bases que daban sustento a las diferentes facciones políticas eran divergentes cuando no muy diferentes entre si, adolecieron siempre de lo mismo, la indisposición o incapacidad para dialogar y negociar.
A la postre ello significo un obstáculo importante para la efectiva consolidación de todo proyecto que bajo la forma del Estado, pretendiese llevarse a cabo, dado que el déficit de legitimidad de los gestores alimentaría las semillas del descontento cual reguro de pólvora esperando la menor chispa de disidencia para impactar en un incontenible estallido de violencia.
Ahora bien, a la luz de estas argumentaciones y en una atenta observación a la realidad actual –que en plena era de la globalización– da fe de una sociedad donde la distribución de la riqueza y el acceso a oportunidades se ha visto restringida y polarizada de forma importante y donde las elites políticas parecen enfrascadas en bizantinos debates –más de la edad media que de un mundo en proceso de integración– que desmoralizan por la baja calidad de la discusión como por la falta de imaginación de los interlocutores involucrados, me pregunto seriamente: ¿será acaso el año 2010 el impasible testigo de un episodio de violencia?
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